Estoy cambiando mis hábitos.
Transcurridos unos quince días sin consumir hachís, anoche fumé tantos porros que me fue imposible contabilizarlos. Supongo que la noche lo requería porque no había llegado a escuchar tanta tragedia junta en toda mi vida.
Pocholo había estado llamándome salteadamente durante la semana, aunque yo opté por coger su llamada sólo un par de veces porque no quiero que me agobie, quiero que me siga haciendo gracia. Acepté ir con él al concierto de Miguel Ríos anoche sábado aunque le repetí varias veces que me importaba poco no asistir al mismo. Le llamé desde la boca de metro para que así pudiese calcular el tiempo que tardaría en llegar, veinte minutos, pero al llegar a los torniquetes de entrada me di cuenta que sólo llevaba quince céntimos en el monedero por lo que salí de nuevo a la calle y me acerqué al cajero más cercano. No podía imaginarme que tan sólo iba a gastarme lo que valía el billete de ida, un euro con veinte.
Llego a Alcorcón central con más de veinte minutos de retraso y allí está de pie, solo, con la camisa verde pistacho abierta hasta medio pecho y con un olor a vino que invita a alejarse de él. No me da tiempo a reaccionar y ya me ha cogido la cabeza entre sus manos, me ha plantado dos besos y me ha dicho guapa y preciosa. Seguidamente me da un abrazo eufórico que me hace rozar las pestañas con el pelo de su pecho, me río, no huele mal pero debe llevar horas bebiendo. Me coge de la mano sin dejar de hablar ni un momento y me hace cruzar la calle, tras él, con el semáforo en rojo. Los coches nos pitan pero creo que no los oye o no le importa. Se para en mitad de la carretera y entrecorta todo lo que pretende contarme, apresurándose a decirme que lo ha pasado muy mal, que no me voy a creer la mitad de lo que ha vivido estos días, y que menos mal que estoy allí con él porque no se encuentra nada bien.
Yo llevo, como siempre, el bolso colgado en un brazo y en la otra mano llevo una palestina que, en caso de pasar frío, me servirá de abrigo. Antes de llegar a la otra acera ya me ha dicho que por la noche es mejor que salga sin bolso y me ha quitado la palestina y se la ha echado al hombro. Le pido que por favor no me lleve tan rápido y él, haciéndome caso y sin soltarme la mano, vuelve a abrazarse a mi y a decirme que estoy guapísima y que está encantado de que yo haya ido. La gente con la que nos cruzamos nos mira con evidente extrañeza y a mi eso me gusta porque me hacen sentirme mejor persona de lo que soy. Comenzamos a alejarnos del centro del pueblo y, por lo tanto, de la zona que me es conocida, dice que subiremos a su casa y que ya desde ahí saldremos.
Su casa aún hipotecada es una monería de sesenta metros cuadrados extremadamente original. Antes de cruzar el umbral de la puerta me fijo en que ha dejado la luz encendida así como en las flores que ha dibujado sobre la pared derecha en gotelé. Una bola espejo de discoteca proyecta no se sabe el qué en color rojo sobre el salón y la cocina americana, una planta enredadera acompaña al puente de ladrillo visto que separa los dos habitáculos, lanchas de pizarra de su olivar del pueblo forran el muro de carga, hay cuernos de cabra sobre la pared que sostienen pequeños cactus, llaves de kilo y medio colgadas en el pasillo, la terraza llena de flores, todo precioso, mire donde mire está todo lleno de detalles. Le digo que necesito comer algo antes de beber y no tarda cinco minutos en extraer del frigorífico tranchetes, embutido de todo tipo, pan de sandwich y mantequilla. Dejo mis cosas sobre una silla y al volverme ya tiene enchufada la parrilla eléctrica sobre la encimera.
Enciende la televisión y la cadena de música al mismo tiempo, quita el sonido de la primera y sube el de la segunda. Mientras cambio de posición las rebanadas de pan me acerca el disco que está sonando, de Miguel Ríos, y el libro que se ha comprado, El sueño de una noche de verano, de Shakespeare. A mi me dan ganas de besarle la frente pero me contengo. Me lee malamente el resumen que consta en la portada trasera y me pregunta qué es onírico. Me besabraza y me dice que su casa es mi casa. Tiene kalimotxo mezclado ya en la nevera y a veces bebe directamente de la botella y a veces lo hace de mi vaso. Mientras yo me acondiciono el sandwich ya tostado él está en el medio del salón imitando al guitarrista y cantando a viva voz las maneras de vivir que yo conozco por Rosendo. Cuando me dispongo a cenar le pido que baje la música y me doy cuenta que sobre una de las mesas hay una pecera de unos treinta litros, me hace saber que el cocodrilo que está encima fue un regalo de mis sobrinas a su hijo. Le pregunto por el niño, le cambia la cara y apaga la música.
Me dispongo a comerme el sandwich sentada en el sofá donde él mismo me ha colocado una silla delante para apoyar el plato y mi vaso, y entonces se arrodilla a mi lado y me dice muy serio que cree que antes de final de año se habrá vuelto loco, que cree que no le falta mucho para ello. Apoya sus manos en mis rodillas y me cuenta que lleva siete días sin saber dónde está el niño, que él mismo le llevó el domingo pasado con su madre y le compró un teléfono móvil para poder hablarse pero que esto sólo ocurrió el lunes, que después han debido retirarle el teléfono y no sabe dónde se encuentra ni cómo está. Se atropella en sus explicaciones porque está visiblemente afectado, me cuenta que ha puesto dos denuncias pero aún no le han dicho nada, que el jueves durmió en un calabozo porque una pareja de municipales le sacó esposado de esa misma casa tras que ella le denunciara por violencia de género, que asistió a un juicio rápido el día anterior, viernes, y que le han dejado en libertad vigilada tras constatar la existencia de sus propias denuncias hacia ella.
Tengo que reirme porque me explica que cuando compareció ante la juez, esposado pasillo adelante, sus pantalones se fueron cayendo de la cintura a los tobillos, pues le habían retirado todas las prendas susceptibles al suicidio, siendo incapaz de sujetárselos con sus propias manos. Recordaba frases preciosas referidas a la libertad que otros habían escrito en las paredes del calabozo e incluso me explicó que fue incapaz de cagar hasta llegar a esa casa. No me había terminado el sandwich y ya me estaba pasando el primer porro. Me sitúa y una de las veces que habló conmigo por teléfono entre semana, en la cual me dijo que no podía contarme nada, resulta que se encontraba detrás de un zarzal haciendo vigilancia en la casa de sus suegros. Antes de levantarme e ir al baño me dice que él está como Marco que buscaba a su madre y que no va a consentir que esa mujer le quite la infancia a su hijo tal y como habían hecho sus padres con ella.
Al regresar del baño, que es como volver de la alhambra, me hace saber que el todavía marido de su hermana está abajo, en el parque que está frente a la casa, rodeado de yonkis y que ya no reconoce ni a sus sobrinos ni a nadie. Me da el nombre de todos los medicamentos que tomaba esa mujer cada mañana después de desayunarse medio litro de café y uno de cocacola. Afirma que él no está bien pero que ella está mucho peor y me lo explica con ejemplos de todo tipo. Calcula los meses que lleva sin convivir con ella, dieciseis, y me cuenta que mientras ella chateaba en la habitación del niño con unos y con otros él dormía en ese sofá y se ponía el despertador para ver Viki el Vikingo. El tercer porro lo fabrico yo mientras él busca en el diccionario ya no sé qué palabra.
En un momento dado, no son las doce, me indica que lo que suena allá fuera son los fuegos artificiales del fin de fiestas y me hace saber de su interés por participar en un bingo en la feria donde ha leído que sortean una moto a las doce y media. Quiere reencontrarse con el niño y regalársela, se le ilumina la cara y acto seguido me coge de la mano y me hace el recorrido del resto de la casa. Otra pecera enorme pero vacía ocupa espacio en la habitación de matrimonio y me cuenta que hace sólo unos días ha retirado las fotos que había colocado esa mujer sustituyéndolas él por otras suyas propias de persona sobria de hace más de veinte años. Separa a fuerza bruta el armario de la pared para que yo pueda ver cómo colocó en su día un frontal de azulejos precioso en tonos azules pero que esa mujer consideró inapropiados. Estos azulejos, las fuentes del baño, y más de la mitad de los adornos de la casa los ha ido consiguiendo él en distintos vertederos y contenedores de basura según me dice. De nuevo vuelven a mí ganas de abrazarle que se quedan en eso. En la habitación del niño no hay luz, ni tiene escalera para acceder al interior de la lámpara, de forma que no puedo ver al crío riéndose en esa foto, ni con él allí ni con el abuelo allá.
Nuevamente en el salón me cuenta que una de las denuncias que le ha puesto a ella es por suplantación de identidad ya que tras marcharse ha contratado diversas tarjetas de crédito a su nombre. Me cuenta que lo ha sabido hace relativamente poco cuando el banco le ha llamado reclamando pagos. Como la mayoría de términos no los conoce se apresura a mostrarme del interior de una caja de zapatos los extractos bancarios donde constan movimientos de todo tipo en esas tarjetas, siempre disminuyendo el saldo. Así mismo me entrega las copias de las denuncias y me besa las manos llevándoselas a la cara. Continuamos bebiendo y fumando mientras prosigue en sus explicaciones y al rato yo no sé qué digo o qué es lo que hago que de pronto me veo embutida en un abrazo, en el cual me levanta los pies del suelo y me da un par de vueltas, al estilo del pasodoble de César. Se le ve ciertamente muy contento de poder explicarle a alguien y me indica que para no perder la cabeza ha ido escribiendo todos y cada uno de los movimientos que ha ido haciendo desde que no ve a su hijo y me hace saber que esta noche también la escribirá y que seguro que dentro de un tiempo le gustará leerlo.
Cuando son las doce y veinte entiende que, ya sí, debemos irnos. Extrae del frigorífico dos litros de kalimotxo semihelado y mete la botella en una bolsa de plástico con publicidad del alcampo. Me pregunta si prefiero beber champán ofreciéndome una botella que yo entiendo pertenecerá a su cesta navideña. Le pido que la guarde entre risas y le hablo de la sidra asturiana mientras salgo a llamar al ascensor. Esta vez, ya en la calle, me pide permiso para llevarme agarrada del brazo. Andamos bastante rápido y no hemos recorrido doscientos metros y se pregunta en voz alta si esa mujer habrá inscrito al niño en ese colegio como los años anteriores o qué tendrá pensado hacer. Trago saliva y me dispongo por vez primera a beber directamente de la botella. Andamos y andamos por calles que desconozco y cuando estamos llegando al recinto atravesamos un parque oscuro y siempre en dirección contraria a donde camina la gente. Teniendo la valla a unos metros coge impulso y traspone la botella de dos litros con su bolsa al interior, la recogeremos una vez dentro. No hemos llegado a la puerta y unos conocidos suyos con los que nos cruzamos le paran y nos dicen que el concierto ha terminado. Me da la risa y Pocholo me pide perdón siete veces antes de ir a recoger la botella, va él solo porque le digo que la arena del recinto se me mete en las chanclas.
Mientras me enciendo un cigarro veo cómo corre a por ella y cómo regresa también corriendo. Es ahí donde me doy cuenta que tanto Pocholo como Luis Alfredo tienen más de cuarenta años y se empeñan en tener quince. Cuando llega hasta mí me pide que nos sentemos en el banco más cercano y, como no tengo ganas de seguir andando, me parece buena idea. Tenía pensado hablarle del capítulo de Bea pero no había pensado que fuese él quien sacase ese tema, me pregunta por ella con el máximo respeto ya que supuestamente somos amigas y yo entonces le explico el por qué me quedé con él aquella noche y también que después de aquello ella no ha vuelto a mencionarme nada. Me explica su versión de lo ocurrido y yo le creo, se deja llevar y termina llamándola bizca, extraña, sosa y engreída pero yo tardo poco en cambiar de tema porque ella no me interesa y ya está todo más que claro.
La botella sigue menguándose y fumamos hachís a la velocidad de tabaco. No sé bien por qué pero termino hablándole que quizá me marche de madrí y que tengo pensado viajar a Cuba donde también se ofrece a acompañarme. No sale de su asombro porque con la calculadora del móvil soy capaz de decirle durante cuánto tiempo estará pagando la casa del pueblo que pretende comprarse. Nos encontramos intercambiando episodios similares que hemos vivido en Marruecos cuando llega el momento crucial en que se termina el papel de arroz. Mientras él se acerca a mear en una esquina yo muerdo una china de su piedra de hachís y me la guardo adosándola a mi teta izquierda. Me fijo en la hora, las tres y cuarto, y creo que es conveniente que me marche a casa. Quiere que me quede a dormir en la suya y que me marche el día siguiente o cuando yo quiera pero le insisto en que puedo irme en autobús y que sólo ha de acompañarme a la parada. Se empeña y finalmente accedo a volver a su casa para recoger la llave de su furgoneta ya que no quiere que me vaya sola.
En el interior del ascensor le comento que tenemos ambos los ojos hinchados tras tanto fumar pero no me hace caso porque no se calla. Entramos y lo primero que hace tras cerrar la puerta es localizar papel para hacerse otro porro, yo le repito que quiero marcharme mientras él coge su móvil que se encuentra sobre la mesa. Dice que tiene ocho llamadas perdidas de un amigo suyo al que no conozco y, aunque no le creo, no digo nada porque tengo sueño. Nos fumamos el que para mí es el penúltimo de la noche y bajamos a la calle. La furgoneta se encuentra aparcada a unos metros y antes de dejarme subir a ella retira mil y una cosas inservibles del asiento del copiloto dejándolas atrás. Me limpia el asiento aunque le digo que no es necesario y me pide perdón porque huele muchísimo a gasolina. Arranca y partimos. También debajo de mi asiento está lleno de cosas, extraigo una de ellas y se trata de un dinosaurio volador de goma cuya cabeza cuelga cortada. Me lo coge de las manos y, como debe habérsele olvidado que me ha dicho que urga entre basura, me comenta que posiblemente la cabeza se ha derretido por el calor y que es una lástima porque a su hijo le gusta mucho, yo asiento sin más.
Llegando a mi barrio se confunde de salida y realiza un cambio prohibido provocando el pitido de un par de coches. En mi calle le hago parar dos veces pues no veo bien y me es imposible situarme. Cuando finalmente aparca y nos bajamos juega conmigo para ver si consigo leer qué matrícula es aquella y qué figura escrito en aquella otra furgoneta, no veo una mierda y se asombra. Entonces me acuerdo de Angel porque me hizo lo mismo y miro de nuevo el reloj, el cual con Pocholo no se me para, las cuatro y media. Insiste en dejarme en casa y le permito acompañarme hasta el portal. Tengo mi coche aparcado justo ahí, lo reconoce y le acaricia el golpe del guardaruedas derecho. Me pregunta si está mi hermana dentro de casa y le digo que sí mientras me pregunto cuándo pretenderá irse. Me indica que no sabe si nos veremos el fin de semana próximo y yo le pido que se tranquilice mientras le intento animar diciéndole que seguramente pronto sabrá algo y que todo estará bien. Le doy las gracias por acompañarme hasta allí y antes que termine de hablar me coge de nuevo la cabeza pero esta vez me planta los dos besos en los morros, uno y dos, y con una fuerza que yo no sé de dónde le sale. Me da verdadera lástima pero ni le correspondo ni me dice nada. Sonreímos.
Subo a la casa de mi hermana donde habito, me dirijo a la cocina y compruebo que en el frigorífico no hay nada que pueda comer a esas horas. Bebo agua y ya en la habitación busco papel y me lío el porro que le he robado. Me lo fumo despacio mientras enredo en internet como he hecho siempre y mientras pienso en todo menos en Pocholo.
3 comentarios:
Plas plas plas.
que reboltijo de situaciones, Pocholo me provoca un poco de estrés de verdad!! lo leo y me estresa tanto beso, tanto canuto, tanta tristeza, tanto amor... he descubierto que tienes mucha paciencia
Que bien escribes.
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