13 de septiembre de 2012

Que no hay moros y hay langostas

Cuando más la necesitaba me abandonó como a la colilla de un cigarro, sólo le faltó pisarme la cabeza. Y yo, que no sabía con qué clase de imbéciles me estaba acostando ni sabía dónde tenía la cabeza ni qué estaba haciendo con mi vida, entonces sentí en aquel abandono que ya nada volvería a ser igual y algo dentro de mí, muy dentro y muy roto, se encarga de recordármelo. Ahora, ahora que han pasado los años, ahora que aquél por quien me abandonó como a la colilla de un cigarro no quiere acompañarla, ahora que sufre multiplicada por tres la ansiedad que yo tuve aunque no lo sepa, ahora que está más sola que el aeropuerto de Ciudad Real, ahora va a pagarme unos días de playa en Almería.

Sí, la Sandra va a pagar nuestro viaje a la playa y ahora también me dice todo aquello que yo quiero oír. Como todo lo que dice es espléndido yo le pido con la boca pequeña que no me regale los oídos y ella, con su boca de chupar pollas, insiste en regalarme el viaje. Quizá piensa que es el precio que ha de pagar por haberme abandonado como a la colilla de un cigarro cuando más la necesitaba. El dinero maneja el mundo pero no mis pensamientos, ni ahora ni nunca, aunque ella no lo sepa. Ahora me vuelve a llamar un par de veces diarias y ahora casi nunca contesto, pero no se cansa de hacerme favores ni de decirme todo aquello que quiero oír.

La vida, que ahora tengo más claro el qué no hacer con ella, a veces tiene estas cosas y te atraviesa en el camino a toda clase de egoístas para que te entiendas con ellos. El entendimiento con un egoísta no es muy complicado, tan sólo hay que hacer visible el egoísmo propio multiplicado por cinco. Todo egoísta es probable que también sea un poco gilipollas por lo que le costará distinguir el egoísmo ajeno por más que éste se multiplique. A medida que se recuerdan egoísmos pasados, el egoísmo propio crece y esto suma para que la vida se plague de gilipollas. Si la Sandra quiere pagar, que pague; no soy tan gilipollas como para no aceptar.

Cuando me esté ennegreciendo boca abajo sobre la esterilla playera, me va a faltar tiempo para colocarme las gafas de sol y preguntarle si tengo su casa a disposición para cuando Ángel quiera verme el color del tanga. Cuando no tenga ganas de liarme un cigarro cogeré uno de su paquete sin dejar de escuchar todo aquello que quiero oír. Cuando regresemos de la playa le pediré también que me tiña el pelo en las mismas condiciones gratuítas y así haré sucesivamente con todo aquello que se me antoje porque, si me pongo, a egoísta no me gana nadie.

El perdón está muy bien, sí, no me canso de decirlo, pero mejor está guardado para cuando haga más falta. Bastante del mismo tuve que usarlo hace unos días con el hermano de Elfeo, cuya foto y nuestras correspondientes sonrisas no serán de dominio público porque el flash automático de su teléfono -tal y como me percaté- no funciona y se dio cuenta al día siguiente. Se merece todo el perdón del mundo, la intención es lo importante y su idea de retratarnos fue cojonuda. Para repartir más perdón primero tengo que acumularlo y seguro que habrá tiempo y necesidad de repartirlo.