9 de junio de 2013

Me pintaba las manos y la cara de azul

-Hacercate mañana que si que voy a estar.hoy estoy esquilando unas ovejas de mi padre y no se si voy a poder ir

Ese mañana llega demasiado rápido y solo me ha dado tiempo a tomarme tres o cuatro pastillas, por lo que minutos antes de abandonar mi puesto de trabajo me tomo otra. No quiero ansiedad, le quiero a él. Se trata de Él y si me dice que me tire a un pozo, antes de que me diga que es broma, yo me tiro. Llevo puesta la misma ropa de ayer; salgo taconeando y llego a la parada de autobús indicada sin complicaciones. Observo que son dos las líneas que pueden dejarme en el destino hospitalario y compruebo la frecuencia de paso de ambas. Decido no coger el autobús que ya se acerca y me resguardo del aire para liarme un cigarrillo bajo el portal de caja madrí. Miro el reloj varias veces mientras fumo compulsivamente esperando al próximo autobús que tampoco tarda en llegar. Pago un euro y dos céntimos para llegar al final de la línea sin habérmelo propuesto. El conductor no es feo y me indica que espere diez minutos y él mismo me devolverá gratis a mi destino, reiterando que la legalidad marca que debería pagar otro billete por ello. Le pregunto dos veces cuánto tiempo se emplea andando desde allí y finalmente me responde que son los mismos diez minutos que tarda él en dar la vuelta y comenzar de nuevo su ruta, por lo que decido irme por mi cuenta taconeando. Mientras cruzo el puente blanco y peatonal, ya frente al hospital, me dedico a hacer pompas con mi chicle de menta. Le escribo una vez que estoy dentro del recinto, indicándole en qué puerta me encuentro.

-Vale ahora bajo

He tenido tiempo de mirar el reloj una sola vez, ya viene y no son las 14h. Mientras se acerca pienso lo mismo de siempre: no hay nadie que me resulte más apetecible sobre la faz de la tierra. Los primeros cruces de palabras caen en el olvido, solo retengo que su madre se encuentra algo mejor, que está despierta y creyendo que mañana ya estará en casa. En el primer silencio le hago saber que quisiera fumarme un cigarro de forma que, mientras bajamos unas escaleras, me va contando que hemos de alejarnos porque el guardia de seguridad le tiene ya amenazado con los metros de distancia que debe respetar. Yo me fijo en que nos separa un escaso medio metro y en sus zapatillas deportivas. Cuando decide frenarse seguimos hablando y constato que, de vez en cuando, se separa de mí y se planta de frente. Desde allí me pasan más inadvertidas las canas de sus patillas y entiendo que a él le ocurre lo mismo con mis ojeras. Hace que sonría continuamente, sigue muy comunicativo y el cielo es azul clarito. Es más responsable que yo, más sensato y mucho más explicativo. Esto último me sigue resultando absolutamente placentero y me hace rogarle a los dioses que nunca termine de hablarme a los ojos. No es ahí cuando mojo el tanga, lo hago poco después en cuanto roza mi mano al entregarme su mechero blanco cuyos dibujitos o letritas me da vergüenza detenerme a observar. Como me he empeñado en fumar domingo liado, aunque sea viernes, todavía va a tener que dejarme el mechero un par de veces más. Antes de que regresemos bajo techo frente a  la puerta principal va a contarme que su tía vive en mi misma calle, que un tío suyo murió de cáncer y otro es policía, que su padre se prejubiló a causa de una hernia discal y la duramadre y que su hermana sigue trabajando y va a pedirse una excedencia. En algún momento escupo el chicle de menta sobre el césped. De nuevo frente a la puerta del hospital las palabras se las lleva el viento y no sé cuánto tiempo permanecemos allí de pie, pero no nos trasladamos hasta después de decirme en el colmo de la animación que me invita a tomar algo. Yo tomaría su polla con la mano izquierda y me la llevaría a la boca con mucho gusto pero como el aire es molesto, y esto no puedo decirlo en voz alta, le sigo el paso de buena gana mientras hago que se ría para mí

-Tan facha como eres y ahora resulta que no hiciste la mili

No sé por dónde me lleva porque no hago intento ninguno en despegarme de sus ojos. Sus ojos marrones, el cielo azul y su madre tendrá problemas de memoria y retención de datos. Abre la puerta de la cafetería y me deja entrar primero. Puede que no esté lejos el día en que se ponga a explicarme algo y no termine nunca de tantas preguntas como le hago. Le sigue gustando sorprenderme, por lo que acabo escuchando unas tonterías muy grandes. Yo me río, él se ríe y el camarero debe pensar que somos gilipollas o invisibles. Pierdo la cuenta de las veces que me dice que allí el tiempo se le hace muy largo y de las cosas que hace para no aburrirse. Casi nunca se queja de nada, pero hoy me cuenta lo poco que le gusta el olor de los hospitales y los enfermos paseantes con gotero y vida que se agota. Yo admiro las dimensiones y el diseño de la cafetería porque necesito desprender por un momento mis ojos de los suyos y tomar oxígeno. Nos encontramos hablando del novio de la Sandra y primo suyo, como si se me fuese la vida en ello. Yo, mientras no sé lo que digo, me hallo recordando que días atrás en esa puta boda el novio de la Sandra le decía a otro en mi presencia que soy la mejor de toda Extremadura. De esto no pronuncio palabra y, mientras él me cuenta que éste le está ayudando con las ovejas y las alpacas, yo continúo recordando cómo se empeñó en incluir también a Badajoz, aunque manifesté que ya era más que suficiente con la provincia. En esta situación estamos cuando, de pronto, un señor bajito y calvo se acerca a él y le pregunta que si ha comido. Yo calculo que deben ser alrededor de las 14:30h antes de percatarme de quién se trata, pensando también en que si los que tienen cara de buena persona se cayeran al suelo este hombre no se levantaría nunca.

-No ... come tú si quieres, estoy aquí hablando ... bueno, esta es Chafan ... él es mi padre 

No sé si antes o después de que yo le plante dos besos le hace saber al buen hombre que soy de mi pueblo. La poca o mucha importancia que yo tenga quizá la piensa pero no la dice. Yo pongo cara de circunstancias hospitalarias y, como soy muy agradable cuando quiero, le indico que ya me ha dicho Ángel que ella está algo mejor. El buen hombre no sabe qué decir y su gesto se contrae pareciendo poner en duda tal mejoría. Algo dice pero habla también bajito y no le entiendo. Le indica a su hijo, sonriendo, que ella se ha empeñado en pasear por el pasillo un rato antes y yo vuelvo a decir por segunda vez en el día que lo principal es que se encuentre animada y dispuesta. Creo que el hombre asiente pero no sé qué pasa que, al momento, desaparece y no tardo dos minutos en olvidarme de él sugiriéndole a Ángel que nos sentemos. Así lo hacemos y mientras todavía estoy colocándome visualiza al padre de nuevo y le ofrece en alta voz que se siente allí con nosotros. Entiendo que el hombre ha debido pedir algo de beber y retiro inmediatamente mi bolso del asiento próximo para dejarle sitio, pero el buen hombre lo rechaza con gestos y se aleja aún más para no volver a hacerse presente. Desde su misma aparición en escena he estado muy pendiente de posibles extrañezas angelicales o paternales hacia mi persona, no encontrando ninguna. Es más, me fue posible percatarme del positivo interés y seguimiento visual a mi cara mientras yo trataba con su padre. Permanece inalterado y simpático y creo que mojo el tanga de nuevo mientras me cruzo de piernas. Tan pronto me habla de la venta de su coche, como del decathlon, los manantiales o las piedras en el riñón. Ha apurado su cerveza bastante antes que yo la cocacola, pero me muestro decidida a dar sorbitos y a dejar que se deshagan los hielos. No pide otra, está muy entretenido hablando. Tampoco mira el reloj, ni siquiera me fijo si lo lleva sobre la muñeca. Le cuento que al llegar me he pasado de parada y aparte de reírse de mí me dice con todas las letras que me llevará de vuelta en su coche. Algo comento pero él insiste en que va a hacerlo. Como ya no le puedo querer más, quiero que no existan los viernes de dolores, que todos los viernes sean como éste y de ser así me comprometo de por vida a lavar a mano sus calzoncillos.

Supongo que salimos por la puerta, aunque bien saben los dioses que yo salgo flotando. Que no me pregunten que cuánto tardamos en llegar hasta el vehículo o de qué fuimos hablando en el trayecto; sí reparo en que anda con los pies hacia fuera y le capto fijándose en cómo el aire acaba de dejar al descubierto la tira derecha de mi sujetador blanco. Antes, dentro aún de la cafetería, le dije que el coche que vendió, del mismo color y marca, lo sigue teniendo mi hermano Luis y ahora, al acercarnos a su coche actual, le comento que es exactamente igual al que tiene mi hermano Pedro. Creo que no se inmuta. Antes, dentro también de la cafetería, me he liado otro cigarrillo y ahora, observando la matrícula de su coche actual, me advierte que dentro no se fuma por lo que, comprobando la hora la cual no memorizo, me decido a pedirle el mechero de nuevo y me enfrasco en otra conversación donde lo que menos importa son las palabras. Me hago allí varias preguntas interiores como que por qué le veré tan sumamente atractivo, si enrollaremos lengua con lengua al llegar o en algún semáforo o si ésta será la amistad de la que me habló algunas veces. A esta batería de preguntas añado ahora otra respecto al color de los asientos de su coche. Creo que me pongo el cinturón de seguridad antes de entrar en la carretera. No lo hago antes de salir del recinto porque voy de lo más entretenida con una chapa metálica que su madre le ha colocado sobre la guantera donde aparecen la Virgen de Guadalupe y San Cristobal junto a una frase del buen viaje o la buena guía que no retengo porque me acaba de esclarecer que la chapa está torcida. Inmediatamente, tras decírmelo, me doy cuenta de la veracidad del asunto pero, como su madre me da lástima y también le quiero mucho y quiero que se ría para mí, me hago la ciega para después oh, sí, es cierto, sugiriéndole después que no se lo diga a las demás personas porque no se nota. Espero que me recuerde cada vez que algún gilipollas le diga que la ponga recta.

La primera vez que el insignificante tráfico nos hace detenernos dedica un adjetivo calificativo peculiar a la chica que pretende incorporarse por la derecha con una berlingo, adjetivo que no había oído en mi vida y que me deja muda y pensante por mucho que siento su mirada esperando mi reacción. Estoy de suerte y consigo dar dos vueltas completas a una rotonda tras su duda en una dirección que finalmente no es prohibida. Vuelve a esperar una reacción concreta en mí cuando le hablo por algún motivo del corte inglés y me pregunta si tiene armería. En la radio suena una canción detrás de otra pero si me preguntan por ellas en el trivial perdería el reto, en este blog no aparece ninguna. No tengo que señalizar por dónde debe ir o qué dirección tomar hasta llegar a mi casa, tiene muy buena memoria. Mientras recorremos la calle con la larga muralla medieval a nuestra izquierda le hago conocedor de por dónde transcurren mis cinco o diez minutos andando al trabajo, el cual queda allá atrás entre calles adyacentes. Parece contento al darse cuenta que conoce exactamente dónde es y añade que ayer mismo estuvo a cien metros porque se acercó a recoger unas gafas graduadas para su tío no muerto. Quiero que todos los semáforos se pongan rojos, pero estando dentro de su coche con él tan sonriente de nada me sirve pedirle más sonrisas a la vida. Me pregunta que dónde quiero que me deje y como no quiero que me deje nunca no sé ni lo que digo. A escasos cuarenta metros del portal de mi casa se coloca en doble fila y como no sé tampoco lo que tengo que hacer le propongo darme dos besos como despedida. Me los da, creo que no suenan y son ya las 15:35h. Le digo sin pensar que me acercaré a verle otro día, cosa difícil puesto que comienza nuevamente a trabajar en la capital este mismo lunes. Le digo también que espero que su madre siga mejorando y le miento diciendo que me sobra tiempo para comer y volver al trabajo. Me bajo del coche sin darle las gracias por traerme y sin mirar atrás, prestando mucha atención para no torcerme un tobillo con los tacones sobre la acera empedrada.