31 de agosto de 2011

Cualquier noche puede salir el sol

A unos metros de distancia, me da cierta lástima observar los distintos empujoncitos que proporciona a quien se encuentra a su izquierda para que éste acompañe su estúpido baile. Advertí su presencia minutos antes, luego Bea me confirmó que habían sido dos las veces que había pasado tras mi espalda a pesar de la cantidad de espacio disponible en la plaza. Mi cansancio sigue haciendo vereda y su ímpetu en mostrarse simpático y dicharachero con los demás cuando estoy presente ya no me causa impresión alguna.

Ahora bien, como parece que haya nacido para desconcertarme, poco después he de pasar por su lado irremediablemente. Sé que desde que comencé a andar me está observando por lo que logro pronunciar un hola aunque desprovisto de ánimo, hola que se cruza con su sonrisa mientras me dispongo a continuar mi trayecto hacia la borrachera y el olvido. Con un solo movimiento esquiva al amigo que se interpone entre nosotros y se atraviesa en mi camino con la clara intención de no dejarme pasar sin llevarse dos besos. Por si no me ha quedado claro, hace ademán de robármelos. Se los doy sin mucho afán, uno para él y otro para Carolina Herrera.

Su sonrisa no abandona en ningún momento nuestra pequeña conversación y aunque son muchas las preguntas que me dicta la cabeza no formulo ni una sola de ellas en voz alta. Desconoce cuándo me iré y cómo me siento, no lo pregunta y el resto no importa. De su soledad y de la mía nunca hablamos y es probable que nunca lo hagamos por lo que yo también sonrío por no se el qué y no tardo en ir a rellenar mi vaso. Incluso para esto último él se muestra divertido y dialogante indicándome que no sabe si podrá terminarse el suyo.

Sin embargo Alberto, el mismo que metí en mi vida y en mi casa y cuya intimidad se mezcló con la mía durante cinco años, no se acerca a menos de diez metros ni se le ocurre pararse a observar. Pude distinguirle andando hacia donde no me importa en una ocasión y, aunque previamente su prima catalana me saludó encantada hablándome de su hipoteca madrileña, yo tampoco me molesté en preguntar por él siquiera. Lejos quedan ya aquellas situaciones en las cuales Ángel se animaba a saludarme mostrándose respetuoso y simpático y de pronto se presentaba Alberto por sorpresa metiéndome la lengua hasta la garganta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ventrílocuo