Cobijó su cabeza en mi regazo, bajo el volante, y allí se mantuvo un rato. Me entretuve en despeinarle y peinarle a mi antojo, atusandole también las cejas. Se dejó hacer y así hablamos en memorable calma hasta que decidió cambiar de postura.
Sabiendo que apenas tardaría en recibir mi correspondiente orgasmo, salté con destreza sobre su asiento, colocandome a horcajadas sobre él. Terminé mordiendo cuello, mentón, labio inferior y todo lo que encontré comestible. Él se quejaba del dolor y a la vez parecía hacerle gracia. Yo seguía mordiendo en silencio al no poderme permitir chillar de gusto frente a su casa bajo la noche estrellada.
Tuve que desabrochar yo los botones de su pantalón, trabajo que no me importaría desempeñar por el resto de mis días. También tuve que pedirle que entrase y más de una vez pues no parecía pretender hacerlo.
Desde entonces entro y salgo, entro y salgo una y otra vez en ese recuerdo sin lograr entender su comportamiento. Una vez dentro le hablé de la felicidad y volvió a reír, todavía puedo escucharle.
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