la sombra de un árbol y tus ojos.
Ningún sultán más feliz que yo.
Ningún mendigo más pobre.
Omar Khayyan, en la voz del Camarón de la Isla
Soy consciente de que no sabe cuántas son las veces que me sorprende. Lo hace constantemente, aunque cuando lo busca a propósito no suele conseguirlo o simplemente se contradice en el intento. En esta ocasión aparece entre la multitud, como ya hiciera otras veces, acercándose a mí muy sonriente alumbrándome la noche. Desde entonces ya no he vuelto a estar a oscuras y él solito se va encargando de impresionarme una vez detrás de otra. La verdadera sorpresa en mi rostro le agrada, le hace sonreír de tal modo que bien podría vender pasta de dientes y yo se la compraría toda.
Se las ingenia de forma que soy incapaz de despegar mis ojos de sus labios, unos labios que no dejan de hablarme. Labios perfectos en simetría, forma y textura que ahora parece que tienen que decirme muchas cosas y todas estupendas. La verdad es que no se calla mientras sus labios se abren y se cierran en una impecable continuidad de placer para mi vista. El universo se me concentra en un labio inferior que quiero volver a morder y uno superior que da gusto verlo. No existe un mentón semejante al suyo en toda castilla la mancha y los molinos que forman sus ojeras me traen el aire de otras noches en las que no conseguía dormirme pensándole.
Mientras sigue hablando de lo que no importa me entran ganas de abrazar cada una de sus palabras, que según salen de su boca se convierten en melodía para mis oídos. También se encarga de acercar un par de veces su oreja a mis labios, para que yo la roce con ellos mientras hablo como es costumbre. Y tiene canas, muchas, entre quince y dieciocho sobre la parte inferior de la patilla izquierda. No sabía que fuesen tantas, aunque ya me había advertido que tenía. Muchas cosas de las que dice ya me las había dicho, pero yo no le digo nada al respecto porque quiero que se quede allí siempre repitiendo lo que quiera.
Esta vez ha venido para quedarse y no parece que se vaya a ir nunca. Me resulta increíble que así sea y en ocasiones no sé dónde mirar no vaya a ser que me le aprenda. No tiene prisa, aunque las manecillas del reloj no se estén quietas, aunque se hagan silencios de ocho segundos y aunque el viernes le pida que me invite a una copa o el sábado sus amigos pretendan llevarle con ellos. Él, en su afán de continuación, saca un billete de veinte para pagar lo que he dicho que voy a beber más su whisky mientras me acompaña tranquilamente a la barra, y a sus amigos les indica que pueden marcharse sin él porque está hablando conmigo.
Por si no ha quedado claro, el viernes deposita en mi mano izquierda su ya media copa pidiéndome que la cuide mientras se marcha al baño y, como no me inmuto cuando la recoge aunque se ponga a bailar con otras, más tarde le tengo allí otra vez pidiéndome que le lleve a casa porque nos vamos, somos cuatro y soy yo quien lleva las llaves en la mano. No tengo intenciones de llevarle a ningún sitio, es muy tarde y me niego, pero aún así nos acompaña simpático. Unos trescientos metros más allá, al localizar mi coche, vuelve a pedirme que le lleve a casa pero sigo negándome. Nos separamos y me despide con la mano, no sin antes preguntarme si volveré mañana. Yo pienso en echar a volar mientras mis acompañantes, rezagados, se acercan.
Como es imposible que haya alguien con más ganas de follar que yo en veinticinco kilómetros a la redonda, la noche del sábado regreso al mismo sitio. Él revolotea a mi alrededor como lo hacen las mariposas en el estómago y cuando considero que ya es suficiente me quedo un instante sola para que se arrime a mí nuevamente como la noche anterior. Va a quedarse allí conmigo hasta que no tenga más remedio que separarse ya que vendrán a recogerme de su lado cuando esté amaneciendo. Para esta noche me tiene reservadas varias sorpresas más, entre ellas dos supuestas hembras de marihuana en la terraza de su nuevo piso.
Las sorpresas se hacen extensivas y todo fluye, incluyendo nuestras pupilas. De esta forma, fluimos de forma fluida todo lo que se puede llegar a fluir sin tocar y observo que si no es capaz de sostenerme la mirada sonríe hablándole al infinito. Cuando más feliz estoy enfrascada en no se qué conversación de retinas aparece el hermano de Elfeo mostrándome su deseo de hacernos una foto a todos los que allí quedamos. A mí me encanta la idea, cosa que no se le había ocurrido a Mario ni a nadie de los que ya se han ido. Bea, que asombrosamente decidió quedarse, se arrima a mi lado derecho para la foto puesto que de mi lado izquierdo Ángel no se separa.
Mientras se me va la vida preguntando al hermano de Elfeo por qué no hemos visto saltar el flash, escucho cómo Él obedece cuanto éste le dice entregando muy diligente su nombre y su apellido para el posterior, y yo espero que futuro y real, etiquetado. Al poco rato, Bea nos interrumpe pidiendo perdón porque quiere fumar o porque quiere interrumpir y ser perdonada. Después, Elfeo mismo nos interrumpe de nuevo porque el sol nos va a dar en la cara y él es quien conduce. Es ahí cuando Ángel considera que ya debe marcharse, cosa que no hace hasta que somos nosotros los que hacemos intención de alejarnos.
También guarda estupideces en la reserva. Cuando le pregunté el viernes por el nuevo piso me indicó que aún no tiene internet y añadió -sin habérselo preguntado- que este es el motivo por el cual no había hecho fiesta ni había vuelto a hablarme de ella. Su idea era convocarnos a todos con un solo párrafo. Explicó, divertido, que no tiene línea de teléfono ni tampoco ganas de llamar con el móvil a nadie por lo que decidió no hacerla. Y yo, que me he ido gastando los reproches hasta quedarme sin ninguno pero a chula no me gana, opté por mentirle no recordando fiesta ninguna. Esto pareció alterarle y conseguí con ello saborear por primera vez una mentira.
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