Huele a incienso y es tarde, hechos que no me impiden reflexionar. Leyendo aquí tanta vivencia y tanta inmundicia llego a la irreversible conclusión de haber rozado el máximo grado de estupidez. He matado el tiempo junto a gente que después no tarda en alejarse de mí a la velocidad de la luz una vez conseguidos sus propósitos. He gastado fuerza y sobre todo energía en intentos de entendimiento con gente sin alma, gente variable y gilipollas de toda estatura y peso. Algunas de las noches en las que estos intercambios tuvieron lugar estaban en el olvido, hice bien en escribirlas porque ahora me sirven para jurarme el no volver a vivirlas. Teniendo en cuenta a aquellos con los que más trato y dando paso a la contabilidad también malgastada a lo largo de los años, tan solo César, Fran, Ana y Ángel siguen contando a día de hoy con verdadero aprecio por mi parte. Y quiero bastante más al último, el único que me ha hecho entrar en el reino de los cielos.
Huele a amistad todo esto que él me ofrece. Se acerca sonriente como acostumbra, sorprendiéndome observando con detenimiento el escenario, y no tardan en unirse a nosotros Rufo y otro que poco importa. Me cuenta, entre otras cosas, que solo están ellos tres y me sorprende porque otros años acudieron lo menos diecisiete. Se acerca enseguida a hablarle una señora que los cincuenta ya no los cumple, pintada como una puerta, y trata con ella cosas que no oigo aunque lo intento. Poco después no sé qué hablo con Rufo y él se aleja dejándome con sus dos amigos durante unos minutos. Cuando regresa se coloca a más de un metro de mí y entonces ya doy por terminada la charla, diciéndoles que más tarde les invitaré a una copa en nuestro garito.
Huele a conveniencias ajenas durante el par de horas siguientes y me muevo, cual gilipollas, de un lugar a otro sin llegar a encontrarme cómoda en ninguno. Conversaciones de mi gusto tampoco encuentro y pienso un par de veces en irme a dormir la media borrachera antes de completarla. El novio de Amparo llega a decirme que se ha fijado antes en cómo he ido retrasando mi posición para no aparecer en una de las fotos y yo le explico vagamente mi estado de ánimo. Aparecen poco después mi hermano Pedro y Rata, mi primo, y entonces sí que me entretengo hablando con ellos. Mi hermano tampoco tiene ganas de muchas estupideces y doy por hecho que en un rato marcharemos los dos juntos calle abajo al igual que subimos. Se unen al grupo Belén y César, pegado a otra gilipollas que ahora no recuerdo. Belén, que todo lo observa, no tarda en hacerme el comentario más certero de la noche
-allí tienes a tu amigo-
Huele a abandono por parte del que no importa, puesto que al mirar donde Belén me indica solo está Ángel muy animado hablándole a Rufo que le escucha tan serio como siempre. Apuro mi copa y César me pregunta si voy a por otra. Afirmo con la cabeza y pretende que le espere, pero pienso en que debo ir ahora o nunca por lo que le pido a Bea la llave del garito y la digo que me voy allí con aquellos. Ángel me confirma que se han quedado los dos solos porque el otro se ha ido a dormir, sus copas aún contienen un par de tragos pero aceptan de buen grado el venirse a por otro whisky. Andamos despacio, aunque no tardamos en llegar sin interrupción de ningún tipo. Rufo es sensato y nos entendemos fácilmente por lo que no tengo a quién maldecir por el hecho de no poder quedarme sola con Ángel como era mi propósito.
Huele tan bien como siempre y tiene tantas ganas de reírse y decir tonterías que no salgo de mi asombro. Rufo le dice en una ocasión que se está pasando y es también él quien le aclara mi intención en lo que estoy diciendo. Esto ocurre una vez, dos veces, quizá tres. O no me entiende o no me quiere entender, muy probablemente lo segundo. Nos enredamos en conversaciones absurdas y políticas como ya ocurriera el año anterior hasta el punto de que no sé cómo salir de ellas, no se cansa de indagar ni de sonreír. César viene con otros gilipollas, cargan sus copas y me hace saber que se lleva la llave, volviéndonos a quedar los tres solos. Rufo también es amable y conversa tranquilamente intentando razonar, pero Ángel se muestra en todo momento inquieto y sin darnos cuenta no se le ha ocurrido otra cosa mejor que cerrar el candado que continuaba encima de la barra. Nos lo enseña, entre sorprendido y travieso, y no sé ni lo que digo pero él permanece tan contento. Rufo después nos deja solos porque se está meando, pero cuando me doy cuenta de su ausencia ya entra de nuevo por la puerta. Cuando Ángel sale a mear, entre Rufo y yo se forma una conversación de personas normales. Cuando soy yo la que ha de ir a mear al olivar primero arranco un trozo del papel de cocina y luego les pido que no se les ocurra abandonarme allí porque no tengo forma de poder cerrar. No me fío porque a él todo le hace mucha gracia, pero Rufo asiente escuchándome.
Huele a vómito y orina por donde quiera que piso, busco la sombra que forma la luna con las olivas situadas más abajo y procuro abrir bien las piernas para no mancharme las botas. Me subo los pantalones despacito pensando en cuánto tiempo más tendrán pensado emplear allí dentro conmigo. No creo que pretendan irse enseguida dejándome sola y desde allí puedo escuchar la música, entendiendo que los demás tardarán aún en llegar. A mi regreso Rufo y su seriedad no se han movido de la barra pero Ángel está cotilleando, como quien roba exámenes, unos apuntes que anotó el novio de Amparo esa misma tarde y que continuaban encima de la mesita. Se ríe de sus propias impertinencias como si tuviera siete años y regresa enseguida a la barra preguntándome cuántos hemos alquilado el local. Respondo sin dudarlo que posiblemente trece o catorce y me dice divertido que no, que ha leído dieciocho. Poco antes o después saca su móvil y le escribe a nuestro amigo común, también concejal, para que éste le resuelva cuántos son ellos en el padrón municipal. En estas situaciones me entran verdaderas ganas de matarle a golpes, pero me dedico a beber sin apenas pausa.
Huele a fin de verbena porque cinco o seis, o quizá ocho o nueve, entran por la puerta. Nosotros allí seguimos hablando subnormalidades por nuestra cuenta y Ángel se dedica casi exclusivamente a llevarme la contraria y a preguntarme acerca de gentes que ya no están y de quienes incomprensiblemente aún retiene los nombres. Rufo está cansado y no me extraña. Los demás siguen llegando, colocándose todos más allá alrededor de la mesita. Alguien viene hasta mí, me alarga la llave y consigo abrir el candado. Ellos dos se han terminado sus copas y dicen que ya se marchan, sé que les despido sin besos y sonriente pero no sé ni lo que decimos. No sé tampoco cuánto tiempo transcurre hasta que yo también decido salir de allí, supongo que no mucho y a nadie le importa.
Huele la basura que no tiré el viernes cuando llego al piso el domingo. Pido hamburguesa y empanadillas a domicilio y veo en diferido el partido del Barça en Vallecas a través de un canal en ruso de youtube. La tarde la había empleado entera en alejar del pensamiento toda expectativa o recuerdo angelical y, como no quería pensar, también veo la rueda de prensa del Tata Martino posterior al partido mientras hago la digestión de la cena. Una vez tendida en la cama, sin sueño, envío todos los juramentos que establecí durante la tarde a la mierda y cojo el móvil.
-Estoy pensando que anoche nos enredamos hablando tontunas sin fin pero me gustó el rato ahí con vosotros.. (0:45)
Al instante ya está en línea y escribiendo, pero como soy idiota no doy tiempo a su respuesta y añado
-Y tanto beber no te dije que a ver si te animas a pisar x aquí, aunque según veo no tienes intenciones.. (0:46)
-Porque dices que nos enfadamos?si solo estuvimos hablando de tonterias (0:47)
-Pero bueno... digo enredar o enRRedar.. de enrredarse a hablar! (0:50)
Huele a silencio desde entonces y a equivocación. No me harto.
2 comentarios:
Yo estaría harta!
Tanto enredar para nada.
Heraldo de la ruina es el orgullo.
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