9 de agosto de 2009

El sueño de una noche de verano

Podría ser más feliz pero no está mal.

Escucho literalmente cómo le dice a su único acompañante -voy a saludarLA, espera- y esa LA resulto ser yo, que estoy un poco más allá leyendo labios y llevo allí más de diez minutos de reloj notando cómo me está observando y cómo se sitúa cada vez más cerca de nosotros.

El respeto y la educación pueden llevar a cualquier persona a saludar a otra pero no sé qué otros motivos son los que le llevan a relatarme que padece colesterol y triglicéridos díficilmente pronunciables, a contarme su próxima ecografía -las cuales no se hacen sólo a embarazadas- y la entrega de sus resultados con fechas incluídas. Su saludo concadena, como otras veces, todo un rosario de explicaciones y yo, muy profesional, mientras le escucho hago balance y no le falta ni un solo diente y tratamos de la crisis económica y de lo que se va a ahorrar por no poder beber alcohol. A nadie, salvo a Él, le permito que me repita alrededor de siete veces que está bebiendo refrescos.

Me habla, me habla con ganas de hablar y no se calla, y en un momento dado pienso en echar a volar de felicidad porque me detalla sin venir a cuento que la última vez que nos vimos él estaba trabajando en Tudela. Sabe cuándo fue cuando nos vimos, dónde y con quién me encontraba y yo sigo viviendo de los detalles, su sola presencia me alegra el alma. No sabe que posiblemente me marche de madrí, ni que ahora le quiero mejor que antes, ni que he necesitado de él más que nunca, no sabe apenas nada de mí porque ni yo le explico ni él me pregunta.

Esta vez he podido comprender, gracias a su actitud conmigo, que en esta historia parece haber suficiente tiempo para cualquier cosa y creo que eso era justo lo que yo necesitaba vivir, con eso tengo bastante. Necesitaba de él, lo mío era ya pánico a que nunca más apareciera y lo ha hecho. No hace muchas noches yo valoraba, entre lágrimas, el hecho de no haberle visto nunca con una camiseta roja y de pronto le veo aparecer coloreado entre las gentes con una puesta. Deseaba que me mirase, necesitaba constatar que sigo siendo un algo, y desde que aparece no hace otra cosa. A dos metros de distancia no pretendía yo nada más que viniera a hablarme y él lo hace llenándome los oídos.

Es algo del todo extraordinario y yo, que ahí estoy riéndome con todos y con nadie al mismo tiempo, no tengo ningún derecho a tener queja alguna, es más, me paso la conversación sonriéndoLE a la vida y me permito incluso el lujo de preguntarle por su hermana.










Quien da título a todo esto, aparte de W. Shakespeare, es Pocholo. Pocholo no puede dejar de sonreir ni un instante porque tiene la misma tirantez labial que el cura del pueblo. Pocholo tiene cuarenta y algunos años, un niño de siete, una expareja o exmujer a la que no sabe cómo nombrar, muchas ganas de fiesta y mucho más alcohol en sangre.

Para mí se trata de un buen amigo de mis hermanos y, desde aquella nochebuena del noventayocho en la que me secó las lágrimas que no se me caían, me resulta un personaje muy particular con sus más de cien kilos de peso, sus greñas desaliñadas sudándole la frente y su pelo en pecho de camisa abierta.

Para Bea es un tarado que de qué coño se ríe y, según llegó a contarme ella misma horas atrás en un porfavornoselodigasanadie, se trata de un acosador de película de miedo.

Yo, ante la historia que me cuenta y porque nos encontramos las dos solas, no tengo ninguna gana de tergiversaciones posteriores, la digo claramente que no entiendo por qué dramatiza detalles que no son más que piropos, que le conozco y que me apuesto una cena a que no la llegará a tocar un pelo. Después, tras la ya desaparición de Angel y su acompañante, dos horas más tarde, elijo quedarme más tiempo de fiesta, sóla con él, con Pocholo, porque ha llegado hace un rato en su furgoneta y ha escogido hacerme los aspavientos a mí, y no a Bea aunque camine a mi lado.

Es acercarse y entrarme la risa.

Sin dudarlo, ante su ofrecimiento de llevarme a casa, le indico al amigo gay que toda mujer quisiera tener que yo me quedo allí. A Bea no la doy ni las buenas noches. Durante la siguiente media hora paso frío pero no me importa, en un rato procedemos pocholamente a una sesión submarina en el interior de su vehículo al que le falta la carátula del cassette porque hay mucho hijo de puta pero que a la vez guarda en su interior la piedra de hachís más grande que hayan visto mis ojos, con amanecer en el horizonte incorporado.

Cree, y yo le discuto, que la homosexualidad provoca sida irremediablemente, y quiere echarse a la cara al amigo gay que toda mujer quisiera tener por constatar así, de algún modo, que las guarradas que encuentra él en la tv local son posibles. Cierto es que lo que cuenta son, en su gran mayoría, barbaridades pero a mí el escucharle hablar de la solterona de oro del pueblo e idear el encontrarse con ella en un callejón oscuro y follársela, me hace gracia y no miedo, máxime cuando me lo cuentan a dentadura completa, como es el caso.

Me divierte.

Me gusta decir cosas como que si Socorro, la mujer, tuviera polla, de recién nacida la hubieran llamado Rodolfo para toda la vida. Me gusta que los porros se líen rápida y manualmente, que si te apetece ir a treinta kilómetros por hora por la carretera comarcal lo puedas hacer muy tranquilamente, que todo sea un reir y un no parar, que las noches realmente buenas se prolonguen.

En el reloj del salpicadero van a dar las ocho y cuarto cuando Pocholo interrumpe lo que estoy contándole diciendo qué bonita eres. Soy entonces realmente consciente del tiempo y del espacio pero enseguida me echo a reir encantada porque acaba de pronunciar la frase que da título a mi realidad.

2 comentarios:

cuentagotas dijo...

me alegro por ambas cosas. qué chachi

Correcaminos dijo...

Ahora que se repita más veces y a mejor!