17 de noviembre de 2009

The show must go on

Su amigo, llamémosle Pablo, es una buena persona pero en una de cada tres conversaciones menciona a Angel y eso no puede ser porque me hace plantearme todo el rato quiénes somos y de dónde venimos. Angel en su casa cenando con él y más amigos. Angel montando en un taxi. Angel en un local de Chueca esquivando guiños. Angel y yo hace un par de meses a las ocho de la mañana y él esperando. Angel que no está en facebook ni lo va a estar nunca. Angel cazando, Angel en el pueblo y Angel tarde, noche y madrugada.

Pero decía que Pablo es buena persona. Es el primero dispuesto a pagar las copas, el primero en invitar, el primero en estudios y modestia, el primero en salir a la calle en mi búsqueda para comprobar qué tal me encuentro, el primero, horas después, en preguntarme públicamente qué tal estoy hoy, y el primero en decir que tenemos que vernos más veces. Tengo mucha suerte, sobre todo porque Angel, al ser como es Él, no le ha dicho que me ha postergado lo menos tres veces ni sus pocas intenciones -o nulas- de quedar conmigo. Estoy segura que, de esto, Pablo no sabe absolutamente nada. Mientras le escucho y me Le imagino aquí o allá pienso en que quizá jamás le haya hablado de mi, o quizá unas cuantas veces, y por eso Pablo le menciona tanto. Sea como sea Él no deja de ser un punto que nos une, punto inevitable por otra parte.

Después de bebernos mi barrio en forma de cañas de cerveza con limón, él, nuestra amiga común con la cual conviví de adolescente, la hermana de ésta y yo nos cruzamos la puerta del sol para acceder a la calle Barcelona e irnos a sentar en el mismo bar donde, hace unos días con Luis Alfredo, llegué a perder la cuenta de la cantidad de sangría que me estaba bebiendo. Ninguno de ellos quiere decidir a qué sitio entrar y entonces decido yo porque se me hacen eternas las indecisiones. Esta vez no fue muy diferente y es que en esta ocasión pierdo la cuenta de las veces que me levanto para ir al servicio. Creo que a los tres les gusta el bar tanto o más que la sangría.

El taxista que nos lleva a la fiesta de la soltería me dice en una mezcla de portugués que no sabe si será mejor subir por la castellana y yo, que le acabo de preguntar para qué lleva tres botellas semivacías de agua bajo mi asiento, le pido a Pablo que le explique el trayecto más corto. Si al taxista se le ocurriese bajar los seguros del coche y violarme o matarme a golpes, yo les oiría a los tres atrás gritar de impotencia y poco más puesto que nos separa una mampara de cristal con un grosor que asusta. Por si acaso, yo decido entretenerle para que no piense en la mampara y le hago que me busque otra canción de D12 en el cd que estamos escuchando.

Una chica muy sonriente, nada más entrar al local, me coloca en la solapa de la camiseta el número 36 sin preguntarme antes si me casé la semana pasada o si acaso tengo pensamientos de ello. Nos colocan los números correlativos y me río de Gabriela porque el suyo tiene rima. Poco después me encuentro hablando con el 28 porque le veo ajustarse su número y me hace gracia pensar que ha entrado poco antes de nosotros y que no le había visto hasta el momento. Afirma ser fotógrafo y, como me sucede siempre en madrí, me pregunta de dónde procede mi acento al hablar. Yo en ese momento recuerdo que aquellos que me colocan en Andalucía me suelen terminar aburriendo y como éste se me hace guapo decido probar y ver qué me dice. Quizá soy de Murcia, pero no está seguro porque igualmente podría ser de Badajoz. Me gusta, definitivamente. Mientras le explico, divertida, me doy cuenta que su número marca mi edad pero es entonces también cuando me acuerdo que los emparejados debían acudir con algo rojo, como su camiseta. No da tiempo a más, quien ha llegado hasta nosotros evidentemente es su pareja con dos copas y una sonrisa torcida.

No sé qué tiempo ha transcurrido pero yo estoy en la calle, de pié, apoyada en el capó de un toyota corolla rojo sangre. Algo más allá varios numerados hablan en medio de un debate acerca de Sergio Ramos y, casualmente o no, a mi me llegan las ganas de vomitar la cena. Tengo tiempo de irme a sentar en el escalón de la ferretería colindante, de vomitar tres veces seguidas y de regresar al toyota antes que Pablo salga a buscarme. Mi nombre en su boca me suena a la paz en la tierra. Debo tener cara de haber vomitado o quererlo hacer porque me pregunta seguidamente y más de una vez cómo me encuentro y si necesito algo. Huele bien y quisiera abrazarlo pero ni lo hago ni le digo porque, aunque me pusiera a explicarle, estoy segura que no me entendería, no siento mi lengua y trago con sabor a vómito.

Mientras me asegura que regresará con mi abrigo yo asiento con la cabeza y recuerdo que hubo un cantante que, al parecer, se ahogó en su propio vómito y entonces pienso que yo no tendré esa suerte.

1 comentario:

dijo...

Sergio Ramos es vomitivo, en efecto.