Creí que se iba a casa con los demás, eso parecía y me lo dijo al vernos a las seis en el fin de fiesta, pero sorprendentemente regresó solito a buscarme a la puerta del local media hora después. No le esperaba, tenía pensado fumarme otro porro con Pocholo e irme a dormir, pero me cambió la noche. Vino para quedarse conmigo hasta acercarme en su coche a la puerta de mi casa pasadas las ocho, con el amigo de la cosecha de tomates dormido desde las cuatro en la parte trasera.
Sus propósitos deben ser recónditos o inexistentes, porque no tiene prisa ninguna en mostrarlos. Me explica todo lo que le pregunto y otras tantas cosas por su propia cuenta; me entretiene y juega conmigo como nadie. Continúa sentado a mi lado mientras me despido del amigo gay que toda mujer quisiera primero, luego de Pocholo y después de César. Puede ver y escuchar cómo Pocholo me da dos besos, me dice bonita y que me llamará porque tardaremos en coincidir unos quince días.
Tiene muy buena memoria y los calcetines blancos. Él no tiene frío, pero acepta de buen grado llevarme a casa. Antes de subir al coche primero se aleja para mear y luego se acerca rodeándome con los brazos la cintura en un amago de beso que no llega a materializar porque no le dejo puesto que menciona las canas de mi cabeza y me saca de quicio. Antes de bajarme del coche le pido que me escriba o algo porque entiendo que tardaremos en vernos y su primera excusa es que nunca escribe a nadie, la segunda que no sabe qué contarme y cuando me harta me pide que yo también le escriba.
Me da miedo hablarle del querer porque lo que quiero es que me quiera cerca y creo que continúa sin poder querer a nadie. Y ahí estamos, tan paseantes como ya es costumbre, tan sonrientes como siempre y tan idiotas.
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